Sentarse en silencio con don Juan era una de las experiencias
más agradables que conocía. Estábamos cómodamente sentados en unas sillas
tapizadas en la parte posterior de su casa, en las montañas de México central.
Era de tarde. Soplaba una brisa placentera. El sol estaba detrás de la casa, a
nuestras espaldas. Su luz se desvanecía, creando exquisitas sombras verdes en
los grandes árboles del patio. Enormes árboles crecían alrededor de la casa y
aun más allá, tapando la vista de la ciudad donde don Juan vivía. Me daba
siempre la sensación de estar en una lugar salvaje, un lugar salvaje distinto
del árido desierto de Sonora, pero agreste de todos modos.
‑Hoy vamos a discutir un tema muy serio de la brujería
‑dijo don Juan de manera abrupta‑, y vamos a comenzar por hablar del cuerpo energético.
Me había descrito el cuerpo energético incontables veces, diciéndome que era un
conglomerado de campos de energía que conforman el cuerpo físico cuando es visto
como energía que fluye en el universo. Había dicho que era más pequeño, más
compacto, y de apariencia más pesada que la esfera luminosa del cuerpo físico.
Don Juan me había explicado que el cuerpo y el cuerpo energético eran dos conglomerados
de campos energéticos comprimidos y unidos por una extraña fuerza aglutinante.
Había enfatizado una y otra vez que la fuerza que une esos dos grupos de campos
energéticos era, según los chamanes del México antiguo, la fuerza más
misteriosa en el universo. Él estimaba que era la esencia pura de todo el
cosmos, la suma total de todo lo que es.
Había asegurado que el cuerpo físico y el cuerpo energético eran las únicas
configuraciones de energía en contrapeso en el reino humano. Por tanto, él no
aceptaba ningún otro dualismo. El dualismo entre cuerpo y mente, carne y
espíritu, él los consideraba como una mera concatenación de la mente que surgía
de ésta sin fundamento energético alguno.
Don Juan había dicho que por medio de la disciplina
es posible para cualquiera acercar el cuerpo
energético hacia el cuerpo físico. Normalmente, la distancia entre los dos
es enorme. Una vez que el cuerpo
energético está dentro de cierto radio (que varía para cada uno de nosotros
individualmente), cualquiera, por medio de la disciplina, puede tomar de él una
réplica exacta del cuerpo físico; es decir, un ser sólido, tridimensional. De
allí la idea de los chamanes del otro o del doble. Del mismo
modo, a través de los mismos procesos de disciplina, cualquiera puede forjar de
su cuerpo físico sólido, tridimensional, una réplica exacta de su propio cuerpo energético, es decir, una carga de energía etérea invisible al ojo humano,
tal como lo es toda energía.
Cuando don Juan me dio esta explicación, mi reacción
había sido preguntarle si lo que él estaba describiendo era una proposición
mítica. Él me había respondido que no hay nada mítico acerca de los chamanes.
Los chamanes eran seres prácticos, y lo que ellos
describían era siempre algo muy sobrio y muy realista. De acuerdo a don Juan,
la dificultad de entender lo que los chamanes hacían estaba en que ellos
procedían desde un sistema cognitivo diferente.
Aquel día, sentados en la parte trasera de su casa
en el centro de México, don Juan dijo que el cuerpo energético era de una importancia clave en todo lo que
estaba ocurriendo en mi vida. Él veía como un hecho energético el que mi cuerpo
energético, en lugar de
alejarse de mí (como sucede normalmente), se me acercaba a gran velocidad.
‑¿Qué significa el que se me esté acercando, don
Juan? ‑pregunté.
‑Significa que algo te va a sacar la mugre ‑dijo don
Juan sonriendo‑. Un grado tremendo de control va a aparecer en tu vida, pero no
tu control; el control del cuerpo
energético.
‑¿Quiere decir, don Juan, que una fuerza externa va
a controlarme? ‑pregunté.
‑Hay montones de fuerzas externas controlándote
ahorita mismo ‑don Juan replicó‑. El control al que me refiero es algo que está
fuera del dominio del lenguaje. Es tu control pero a la vez no lo es. No puede
ser clasificado, pero sí puede ser experimentado. Y, por cierto y por sobre
todo, puede ser manipulado. Recuerda: puede ser manipulado, por supuesto, para
tu beneficio total, que no es, claro, tu propio beneficio sino el beneficio del
cuerpo energético. Sin embargo, el cuerpo energético eres tú, así es que
podríamos continuar indefinidamente como perros mordiéndose la propia cola,
tratando de explicar esto. El lenguaje es inadecuado. Todas estas experiencias
están más allá de la sintaxis.
La oscuridad había descendido muy rápidamente, y el
follaje de los árboles, que momentos antes brillaba de color verde, estaba
ahora muy oscuro y denso. Don Juan dijo que si yo prestaba atención
intensamente a la oscuridad del follaje, sin enfocar la mirada sino mirando
como con el rabillo del ojo, vería una sombra fugaz cruzando mi campo de
visión.
‑Ésta es la hora apropiada para hacer lo que te voy
a pedir ‑dijo‑. Toma un momento en fijar la atención necesaria de parte tuya
para lograrlo. No pares hasta que captes esa sombra fugaz negra.
Vi de hecho una extraña sombra fugaz negra proyectada
en el follaje de los árboles. Era, o bien una sombra que iba de un lado al
otro, o varias sombras fugaces moviéndose de derecha a izquierda o de
izquierda a derecha, o hacia arriba en el aire. Me parecían peces negros y gordos,
peces enormes. Era como si gigantescos peces espada volaran por el aire.
Estaba absorto en la visión. Luego, finalmente, la visión me asustó. Estaba ya
muy oscuro para ver el follaje, pero aun así veía las sombras fugaces negras.
‑¿Qué es, don Juan? ‑pregunté‑. Veo sombras fugaces
negras por todos lados.
‑Ah, es el universo en su totalidad -dijo‑, inconmensurable,
no lineal, fuera del reino de la sintaxis. Los chamanes del México antiguo
fueron los primeros que vieron esas sombras fugaces, así es que las siguieron.
Las vieron como tú las viste hoy, y las vieron
como energía que fluye en el universo. Y, sí, descubrieron algo trascendental.
Paró de hablar y me miró. Sus pausas encajaban perfectamente.
Siempre paraba de hablar cuando yo pendía de un hilo.
‑¿Qué descubrieron, don Juan? ‑pregunté.
‑Descubrieron que tenemos un compañero de por vida ‑dijo
de la manera más clara que pudo‑. Tenemos un predador que vino desde las
profundidades del cosmos y tomó control sobre nuestras vidas. Los seres humanos
son sus prisioneros. El predador es nuestro amo y señor. Nos ha vuelto dóciles,
indefensos. Si queremos protestar, suprime nuestras protestas. Si queremos
actuar independientemente, nos ordena que no lo hagamos.
Estaba ya muy oscuro a nuestro alrededor, y eso parecía
impedir cualquier expresión de mi parte. Si hubiera sido de día, me hubiera
reído a carcajadas. En la oscuridad, me sentía bastante inhibido.
‑Hay una negrura que nos rodea ‑dijo don Juan‑, pero
si miras por el rabillo del ojo, verás todavía las fugaces sombras saltando a
tu alrededor.
Tenía razón. Aun las podía ver. Sus movimientos me
marearon. Don Juan prendió la luz, y eso pareció disiparlo todo.
‑Has llegado, a través de tu propio esfuerzo, a lo
que los chamanes del México antiguo llamaban el tema de temas ‑dijo don Juan‑.
Me anduve con rodeos todo este tiempo, insinuándote que algo nos tiene
prisioneros. ¡Desde luego que algo nos tiene prisioneros! Esto era un hecho energético para los chamanes del
México antiguo.
‑¿Pero, por qué este predador ha tomado posesión de
la manera que usted describe, don Juan? ‑pregunté‑. Debe haber una explicación
lógica.
‑Hay una explicación ‑replicó don Juan‑, y es la
explicación más simple del mundo. Tomaron posesión porque para ellos somos
comida, y nos exprimen sin compasión porque somos su sustento. Así como nosotros
criamos gallinas en gallineros, así también ellos nos crían en humaneros. Por
lo tanto, siempre tienen comida a su alcance.
Sentí que mi cabeza se sacudía violentamente de lado
a lado. No podía expresar mi profundo sentimiento de incomodidad y descontento,
pero mi cuerpo se movía haciéndolo patente. Temblaba de pies a cabeza sin volición
alguna de mi parte.
‑No, no, no, no ‑me oí decir‑. Esto es absurdo, don
Juan. Lo que usted está diciendo es algo monstruoso. Simplemente no puede ser
cierto, para chamanes o para seres comunes, o para nadie.
‑¿Por qué no? ‑don Juan preguntó calmadamente‑.
¿Por qué no? ¿Por qué te enfurece?
‑Sí, me enfurece ‑le contesté‑. ¡Esas afirmaciones
son monstruosas!
‑Bueno ‑dijo‑, aún no has oído todas las afirmaciones.
Espérate un momento y verás cómo te sientes. Te voy a someter a un bombardeo.
Es decir, voy a someter a tu mente a tremendos ataques, y no te puedes ir
porque estás atrapado. No porque yo te tenga prisionero, sino porque algo en
ti te impedirá irte, mientras que otra parte de ti de veras se alocará. Así es
que, ¡ajústate el cinturón!
Sentí que había algo en mí que exigía ser castigada.
Don Juan tenía razón. No podría haberme ido de la casa por nada del mundo. Y
aun así, no me gustaban para nada las insensateces que él peroraba.
‑Quiero apelar a tu mente analítica ‑dijo don Juan‑.
Piensa por un momento, y dime cómo explicarías la contradicción entre la
inteligencia del hombre‑ingeniero y la
estupidez de sus sistemas de creencias, o la estupidez de su comportamiento
contradictorio. Los chamanes creen que los predadores nos han dado nuestro
sistemas de creencias, nuestras ideas acerca del bien y el mal, nuestras
costumbres sociales. Ellos son los que establecieron nuestras esperanzas y
expectativas, nuestros sueños de triunfo y fracaso. Nos otorgaron la codicia,
la mezquindad y la cobardía. Es el predador el que nos hace complacientes,
rutinarios y egomaniáticos.
‑¿Pero de qué manera pueden hacer esto, don Juan? ‑pregunté,
de cierto modo más enojado aún por sus afirmaciones‑. ¿Susurran todo esto en
nuestros oídos mientras dormimos?
‑No, no lo hacen de esa manera, ¡eso es una idiotez!
‑dijo don Juan, sonriendo‑. Son infinitamente más eficaces y organizados que
eso. Para mantenernos obedientes y dóciles y débiles, los predadores se involucraron
en una maniobra estupenda (estupenda, por supuesto, desde el punto de vista de
un estratega). Una maniobra horrible desde el punto de vista de quien la sufre.
¡Nos dieron su mente! ¿Me escuchas? Los predadores nos dieron su mente, que se
vuelve nuestra mente. La mente del predador es barroca, contradictoria,
mórbida, llena de miedo a ser descubierta en cualquier momento.
»Aunque nunca has sufrido hambre ‑continuó‑, sé que
tienes unas ansias continuas de comer, lo cual no es sino las ansias del
predador que teme que en cualquier momento su maniobra será descubierta y la
comida le será negada. A través de la mente, que después de todo es su mente,
los predadores inyectan en las vidas de los seres humanos lo que sea
conveniente para ellos. Y se garantizan a ellos mismos, de esta manera, un
grado de seguridad que actúa como amortiguador de su miedo.
‑No es que no pueda aceptar esto como válido, don
Juan ‑dije‑. Podría, pero hay algo tan odioso al respecto que realmente me
causa rechazo. Me fuerza a tomar una posición contradictoria. Si es cierto que
nos comen, ¿cómo lo hacen?
Don Juan tenía una sonrisa de oreja a oreja.
Rebosaba de placer. Me explicó que los chamanes ven a los niños humanos como
extrañas bolas luminosas de energía, cubiertas de arriba a abajo con una capa
brillante, algo así como una cobertura plástica que se ajusta de forma ceñida
sobre su capullo de energía. Dijo que esa capa
brillante de conciencia era lo que los predadores consumían, y que cuando
un ser humano llegaba a ser adulto, todo lo que quedaba de esa capa brillante de conciencia era una
angosta franja que se elevaba desde el suelo hasta por encima de los dedos de
los pies. Esa franja permitía al ser humano continuar vivo, pero sólo apenas.
Como si hubiera estado en un sueño, oí a don Juan
Matus explicando que, hasta donde él sabía, la humanidad era la única especie
que tenía la capa brillante de conciencia
por fuera del capullo luminoso. Por lo tanto, se volvió presa fácil para
una conciencia de distinto orden, tal como la pesada conciencia del predador.
Luego hizo el comentario más injuriante que había
pronunciado hasta el momento. Dijo que esta angosta franja de conciencia era el
epicentro donde el ser humano estaba atrapado sin remedio. Aprovechándose del
único punto de conciencia que nos queda, los predadores crean llamaradas de
conciencia que proceden a consumir de manera despiadada y predatorial. Nos
otorgan problemas banales que fuerzan a esas llamaradas de conciencia a
crecer, y de esa manera nos mantienen vivos para alimentarse con la llamarada
energética de nuestras seudo‑preocupaciones.
Algo debía de haber en lo que don Juan decía, pues
me resultó tan devastador que a este punto se me revolvió el estómago.
Después de una pausa suficientemente larga para que
me pudiera recuperar, le pregunté a don Juan:
‑¿Pero por qué, si los chamanes del México antiguo,
y todos los chamanes de la actualidad, ven los predadores no hacen nada al
respecto?
‑No hay nada que tú y yo podamos hacer ‑dijo don
Juan con voz grave y triste‑. Todo lo que podemos hacer es disciplinarnos
hasta el punto de que no nos toquen. ¿Cómo puedes pedirles a tus semejantes que
atraviesen los mismos rigores de la disciplina? Se reirán y se burlarán de ti,
y los más agresivos te darán una patada en el culo. Y no tanto porque no te
crean. En lo más profundo de cada ser humano, hay un saber ancestral, visceral
acerca de la existencia del predador.
Mi mente analítica se movía de un lado a otro como
un yo‑yo. Me abandonaba y volvía, me abandonó de nuevo y volvía otra vez. Lo
que don Juan estaba afirmando era absurdo e increíble. Al mismo tiempo, era
algo de lo más razonable, tan simple. Explicaba cada contradicción humana que
se me pudiera ocurrir. ¿Pero cómo podría cualquier persona haber tomado esto
con seriedad? Don Juan me empujaba al paso de una avalancha que me derribaría
para siempre.
Sentí otra ola de una sensación amenazante. La ola
no provenía de mí, y sin embargo estaba unida a mí. Don Juan estaba haciéndome
algo, algo misteriosamente positivo y a la vez terriblemente negativo. Lo
sentí como un intento de cortar una fina lámina que parecía estar pegada a mí.
Sus ojos estaban fijos en los míos, me miraba sin parpadear. Alejó sus ojos de
mí y comenzó a hablar sin volver a mirarme.
‑Cuando las dudas te asalten hasta el punto de que
corras peligro ‑dijo‑, haz algo pragmático al respecto. Apaga la luz. Perfora
la oscuridad. Averigua qué puedes ver.
Se levantó para apagar la luz. Lo frené.
‑No, no, don Juan ‑dije‑, no apague la luz. Estoy
bien.
Lo que sentía era algo fuera de lo normal, un
inusual miedo a la oscuridad. El solo pensar en ella me producía jadeos.
Definitivamente sabía algo visceralmente, pero ni loco lo tocaría o lo traería
a la superficie, ¡por nada del mundo!
‑Viste las sombras fugaces contra los árboles ‑dijo
don Juan, reclinándose en su silla‑. Estuviste muy bien. Ahora me gustaría que
las vieras en esta habitación. No estás viendo
nada. Simplemente estás captando imágenes fugaces. Tienes suficiente
energía para hacerlo.
Temía que don Juan se levantara y apagara la luz de
la habitación, y así lo hizo. Dos segundos más tarde yo estaba gritando a grito
pelado. No sólo capté la visión de esas imágenes fugaces, sino que las oí
zumbando en mis oídos. Don Juan prendió la luz mientras se doblaba de risa.
‑¡Qué tipo temperamental! ‑dijo‑. Un completo
incrédulo, por un lado, y por el otro un pragmatista. Tienes que arreglar esta
lucha interna. Si no, vas a hincharte y a reventar como sapo.
Don Juan continuó hincándome su púa más y más
profundo.
‑Los chamanes del México antiguo ‑dijo‑ vieron al
predador. Lo llamaron el volador porque brinca en el aire. No es nada lindo. Es
una enorme sombra, de una oscuridad impenetrable, una sombra negra que salta
por el aire. Luego, aterriza de plano en el suelo. Los chamanes del México
antiguo estaban bastante inquietos con saber cuándo había hecho su aparición en
la Tierra. Razonaron que era que el hombre debía haber sido un ser completo en
algún momento, con estupendas revelaciones, proezas de conciencia que hoy en
día son leyendas mitológicas. Y luego todo parece desvanecerse y nos quedamos
con un hombre sumiso.
Quería enojarme, llamarlo paranoico, pero de algún
modo mi rectitud inflexible que por lo general se escondía justo por debajo de
la superficie de mi ser, no estaba allí. Algo en mí estaba más allá de hacerle
mi pregunta favorita: ¿Qué pasa si lo que él dice es verdad? Aquella noche, al
tiempo que me hablaba, de todo corazón sentí que lo que me decía era verdad,
pero al mismo tiempo y con igual fuerza, sentí que todo lo que me estaba diciendo
era completamente absurdo.
‑¿Qué me está diciendo, don Juan? ‑pregunté débilmente.
Mi garganta estaba constreñida. Apenas podía respirar.
‑Lo que estoy diciendo es que no nos enfrentamos a
un simple predador. Es muy ingenioso, y es organizado. Sigue un sistema
metódico para volvernos inútiles. El hombre, el ser mágico que es nuestro
destino alcanzar, ya no es mágico. Es un pedazo de carne. No hay más sueños
para el hombre sino los sueños de un animal que está siendo criado para
volverse un pedazo de carne: trillado, convencional, imbécil.
Las palabras de don Juan estaban provocando una
extraña reacción corporal en mí, comparable a la sensación de náusea. Era como
si nuevamente me fuera a enfermar del estómago. Pero la náusea provenía del
fondo de mi ser, desde los huesos. Me convulsioné involuntariamente. Don Juan
me sacudió de los hombros. Sentí mi cuello bamboleándose hacia delante y hacia
atrás bajo el impacto de su apretón. Su maniobra me calmó de inmediato. Me
sentí mejor, más en control.
‑Este predador ‑dijo don Juan‑, que por supuesto es
un ser inorgánico, no nos es del todo invisible, como lo son otros seres
inorgánicos. Creo que de niños sí los vemos, y decidimos que son tan
terroríficos que no queremos pensar en ellos. Los niños podrían, por supuesto,
decidir enfocarse en esa visión, pero todo el mundo a su alrededor lo disuade
de hacerlo.
»La única alternativa que le queda a la humanidad ‑continuó‑
es la disciplina. La disciplina es el único repelente. Pero con disciplina no
me refiero a arduas rutinas. No me refiero a levantarse cada mañana a las cinco
y media y a darte baños de agua helada hasta ponerte azul. Los chamanes
entienden por disciplina la capacidad de enfrentar con serenidad
circunstancias que no están incluidas en nuestras expectativas. Para ellos, la
disciplina es un arte: el arte de enfrentarse al infinito sin vacilar, no porque sean fuertes y duros, sino porque
están llenos de asombro.
‑¿De qué manera sería la disciplina de un brujo un
repelente? ‑pregunté.
‑Los chamanes dicen que la disciplina hace que la capa brillante de conciencia se vuelva
desabrida al volador ‑dijo don
Juan, escudriñando mi cara como queriendo encontrar algún signo de
incredulidad‑. El resultado es que los predadores se desconciertan. Una capa
brillante de conciencia que sea
incomible no es parte de su cognición, supongo. Una vez desconcertados, no les
queda otra opción que descontinuar su nefasta tarea.
»Si los predadores no nos comen nuestra capa brillante de conciencia durante un
tiempo ‑continuó‑, ésta seguirá creciendo. Simplificando este asunto en extremo,
te puedo decir que los chamanes, por medio de su disciplina, empujan a los
predadores lo suficientemente lejos para permitir que su capa brillante de conciencia crezca más allá del nivel de los
dedos de los pies. Una vez que pasa este nivel, crece hasta su tamaño natural.
Los chamanes del México antiguo decían que la capa brillante de conciencia es como un árbol. Si no se lo poda,
crece hasta su tamaño y volumen naturales. A medida que la conciencia alcanza
niveles más altos que los dedos de los pies, tremendas maniobras de percepción
se vuelven cosa corriente.
»El gran truco de esos chamanes de tiempos antiguos ‑continuó
don Juan‑ era sobrecargar la mente del volador
con disciplina. Descubrieron que si agotaban la mente del volador con silencio
interno, la instalación foránea
saldría corriendo, dando al practicante envuelto en tal maniobra la total
certeza del origen foráneo de la mente. La instalación foránea vuelve, te
aseguro, pero no con la misma fuerza, y comienza un proceso en que la huida de
la mente del volador se vuelve
rutina, hasta que un día desaparece de forma permanente. ¡Un día de lo más
triste! Ése es el día en que tienes que contar con tus propios recursos, que
son prácticamente nulos. No hay nadie que te diga qué hacer. No hay una mente
de origen foráneo que te dicte las imbecilidades a las que estás habituado.
‑Mi maestro, el nagual Julián, les advertía a todos
sus discípulos -continuó don Juan‑, que éste era el día más duro en la vida de
un chamán, pues la verdadera mente que nos pertenece, la suma total de todas
nuestras experiencias, después de toda una vida de dominación se ha vuelto
tímida, insegura y evasiva. Personalmente, puedo decirte que la verdadera
batalla de un chamán comienza en ese momento. El resto es mera preparación.
Me puse verdaderamente agitado. Quería saber más, y
sin embargo, un extraño sentimiento en mí imploraba que parara. Aludía a
oscuros resultados y a castigos, algo así como la ira de Dios descendiendo
sobre mí por meterme con algo velado por Dios mismo. Hice un esfuerzo supremo
para permitir que mi curiosidad prevaleciera.
‑¿Qué‑qué‑qué significa usted ‑me escuché decir‑,
con eso de agotar la mente del volador?
‑La disciplina definitivamente agota la mente foránea
‑contestó don Juan‑. Entonces, a través de su disciplina, los chamanes se
deshacen de la instalación foránea.
Estaba abrumado por sus afirmaciones. O bien don
Juan estaba verdaderamente loco, o lo que me estaba diciendo era tan asombroso
que me había congelado por completo. Noté, sin embargo, con qué rapidez junté
la energía para negarlo todo. Después de un instante de pánico, comencé a reír,
como si don Juan me hubiera contado un chiste. Incluso me escuché decir:
‑¡Don Juan, don Juan, es usted incorregible!
Don Juan parecía entender todo lo que estaba sucediéndome.
Movió su cabeza de lado a lado y alzó sus ojos a los cielos, en un gesto de
fingida desesperación.
‑Soy tan incorregible ‑dijo‑, que voy a darle a la mente del volador, que llevas dentro de ti, una sacudida más. Te voy a revelar
uno de los secretos más extraordinarios de la brujería. Te voy a describir un
hallazgo que les tomó a los chamanes miles de años para verificar y consolidar.
Me miró y sonrió de manera maliciosa.
‑La mente del
volador huye para siempre cuando un chamán logra asirse a la fuerza
vibradora que nos mantiene unidos como conglomerado de fibras energéticas. Si
un chamán mantiene esa presión durante suficiente tiempo, la mente del volador huye derrotada. Y eso
es exactamente lo que vas a hacer: agarrarte a la energía que te mantiene
unido.
Tuve la reacción más inexplicable que jamás hubiera
imaginado. Algo en mí literalmente tembló, como si hubiese recibido una
sacudida. Entré en un estado de miedo injustificado, el que inmediatamente
relacioné con mi entrenamiento religioso.
Don Juan me miró de la cabeza a los pies.
‑Temes la ira de Dios, ¿verdad? ‑dijo‑. Quédate
tranquilo, ése no es tu miedo. Es el temor del volador, que sabe
que harás exactamente como te digo.
Sus palabras no me calmaron en absoluto. Me sentí
peor. Comencé a convulsionarme de manera involuntaria, sin poder evitarlo.
‑No te preocupes ‑dijo don Juan de manera calma‑.
Sé, de hecho, que esos ataques se extinguen de lo más pronto. La mente del volador no tiene concentración
alguna.
Después de un momento, todo paró, como lo había previsto
don Juan. Decir nuevamente que estaba abrumado es un eufemismo. Ésta era la
primera vez en mi vida, con o sin don Juan, que no sabía si iba o venía. Quería
levantarme de la silla y caminar por la habitación, pero estaba mortalmente
asustado. Estaba lleno de aserciones racionales, y a la vez repleto de un miedo
infantil. Comencé a respirar profundo, mientras un sudor frío me cubría todo el
cuerpo. De alguna manera se había desatado en mí una horrenda visión: sombras
negras, fugaces brincando a mi alrededor, dondequiera que mirara.
Cerré los ojos y me recliné sobre el brazo de la
silla.
‑No sé para dónde mirar, don Juan ‑dije‑. Esta noche
ha logrado realmente que me pierda.
‑Estás desgarrado por una lucha interna ‑dijo don
Juan‑. Muy en lo profundo, sabes que eres incapaz de rechazar el acuerdo de que
una parte indispensable de ti, tu capa
brillante de conciencia, servirá
de alimento incomprensible a unas entidades, naturalmente, también
incomprensibles. Y otra parte de ti se opondrá a esta situación con toda su
fuerza.
»La revolución de los chamanes ‑continuó‑, es que se
rehúsan a honrar acuerdos en los que no han participado. Nadie me preguntó si
consentía ser comido por seres de otra clase de conciencia. Mis padres me
trajeron a este mundo para ser comida, sin más, como lo fueron ellos; fin de la
historia.
Don Juan se levantó de la silla y estiró los brazos
y las piernas.
‑Llevamos horas aquí sentados. Es hora de entrar en
la casa. Yo voy a comer. ¿Quieres comer conmigo?
Le dije que no. Mi estómago estaba revuelto.
‑Mejor vete a dormir ‑dijo‑ El bombardeo te ha
devastado.
No necesité que me insistiera. Me derrumbé en mi
cama y caí dormido como un tronco.
Ya en casa, a medida que pasaba el tiempo, la idea
de los voladores se volvió una de las principales fijaciones de mi vida.
Llegué a pensar que don Juan tenía toda la razón. Por más que intentara, no
podía rechazar su lógica. Mientras más lo pensaba, y mientras más me observaba
y hablaba con mis prójimos, la convicción era más y más intensa de que algo nos
impedía toda actividad o interacción o pensamiento que no tuviese como punto
focal, el yo. Mi preocupación, como la preocupación de cualquiera que yo
conociera o con el que yo hablara, era el yo. Como no encontraba explicación
para tal homogeneidad universal, concluí que la línea de pensamiento de don
Juan era la más apropiada para elucidar el fenómeno.
Me sumergí tanto como pude en lecturas de mitos y
leyendas. Al leer, experimenté algo que nunca antes había sentido: cada uno de
los libros que leí era una interpretación de mitos y leyendas. En cada uno de
esos libros, una mente homogénea se hacía patente. Los estilos diferían, pero
el impulso detrás de las palabras era homogéneamente el mismo: a pesar de ser
el tema algo tan abstracto como los mitos y las leyendas, los autores se las
arreglaban siempre para encajar afirmaciones acerca de ellos mismos. El impulso
común detrás de cada uno de estos libros no era el tema que anunciaban; era, en
su lugar, autoservicio. Nunca antes me había dado cuenta de esto.
Atribuí mi reacción a la influencia de don Juan. La
pregunta inevitable que me hacía a mí mismo era: ¿Será que don Juan me está
influyendo para verlo de esta manera, o hay realmente una mente foránea
dictándonos todo lo que hacemos? Viraba otra vez, obligadamente, a la negación,
e iba como loco de negación a aceptación a negación. Algo en mí sabía que don
Juan quería llegar a un hecho energético, pero algo de igual importancia en
mí sabía que era todo un disparate. El resultado final de mi lucha interna vino
bajo la forma de un presentimiento, la sensación de que algo peligroso e
inminente se acercaba.
Hice una gran cantidad de estudios antropológicos en
el tema de los voladores en otras
culturas, pero no encontré referencia alguna. Don Juan parecía ser la única
fuente de información sobre el tema. La siguiente vez que lo vi, me apresuré a
hablarle de los voladores.
‑He hecho lo posible por ser racional sobre el tema ‑dije‑,
pero no puedo. Hay momentos en que estoy totalmente de acuerdo con usted acerca
de los predadores.
‑Enfoca tu atención en las sombras fugaces que
puedes ver ‑dijo don Juan con una sonrisa.
Le dije a don Juan que esas sombras fugaces terminarían
con mi vida racional. Las veía por todas partes. Desde que me había ido de su
casa, era incapaz de dormirme en la oscuridad. Dormir con las luces encendidas
no me molestaba en absoluto. Sin embargo, en cuanto las apagaba todo a mi
alrededor comenzaba a dar saltos. Nunca veía figuras o formas completas. Todo
lo que veía eran sombras fugaces negras.
‑La mente del
volador no te ha abandonado ‑dijo don Juan‑. Ha sido seriamente injuriada.
Está haciendo lo posible por restablecer su relación contigo. Pero algo en ti
se ha roto para siempre. El volador lo sabe. El verdadero peligro está
en que la mente del volador te puede
vencer agotándote y forzándote a abandonar jugando con la contradicción entre
lo que ella te dice y lo que yo te digo.
»Te digo, la mente
del volador no tiene competidores ‑continuó don Juan‑. Cuando propone
algo, está de acuerdo con su propia proposición, y te hace creer que hiciste
algo de valor. La mente del volador te
dirá que lo que don Juan Matus te está diciendo es puro disparate, y luego la
misma mente estará de acuerdo con su propia proposición. "Sí, por supuesto,
es un disparate", dirás. Así nos vencen.
»Los voladores
son una parte esencial del universo ‑continuó‑, y deben tomarse como lo que
son realmente: asombrosos, monstruosos. Son el medio por el cual el universo
nos pone a prueba.
»Somos sondas creadas por el universo ‑siguió, como
si yo no estuviera presente‑, y es porque somos poseedores de energía con
conciencia, que somos los medios por los que el universo se vuelve consciente
de sí mismo. Los voladores son los
desafiantes implacables. No pueden ser considerados de ninguna otra forma. Si
lo logramos, el universo nos permite continuar.
Quería que don Juan siguiera hablando. Pero sólo
dijo:
‑El bombardeo terminó la última vez que estuviste
aquí; no hay más qué decir acerca de los voladores. Es tiempo de otra clase de
maniobra.
Esa noche no pude dormir. Caí en un sopor liviano a
la madrugada, hasta que don Juan me sacó de la cama, y me llevó a una caminata
por las montañas. Donde él vivía, la configuración de las montañas era muy
distinta a la del desierto de Sonora, pero me dijo que no me entregara a
comparar, ya que después de caminar un kilómetro, todos los lugares del mundo
son iguales.
‑Disfrutar del panorama es para gente que pasea en
automóviles ‑dijo‑. Van a gran velocidad sin hacer ningún esfuerzo. Los
panoramas no son para caminantes.
»Por ejemplo, cuando vas en coche puedes ver una
montaña gigantesca que te abruma con su belleza. La vista de esa montaña no te
va a abrumar de la misma forma si la ves mientras vas de a pie; te va a
abrumar de otra forma, especialmente si debes escalarla o rodearla.
La mañana estaba muy calurosa. Caminamos por el
lecho seco de un río. Una cosa en común entre este valle y el desierto de
Sonora eran los millones de insectos. Los mosquitos y las moscas a mi alrededor
parecían bombarderos suicidas que apuntaban a mi nariz, a mis ojos y a mis
orejas. Don Juan me dijo que no les prestara atención a sus zumbidos.
‑No trates de espantarlos con tus manos ‑me lanzó
en tono firme‑. Intenta que se alejen. Forma una barrera energética a tu
alrededor. Estáte en silencio, y desde ese silencio se construirá la barrera.
Nadie sabe cómo se hace. Es una de esas cosas que los chamanes llaman hechos energéticos. Para tu diálogo interno. Eso es todo lo que se necesita.
»Quiero proponerte una idea un poco rara ‑continuó
don Juan mientras caminaba delante de mí.
Yo tenía que acelerar mis pasos para mantenerme
cerca de él, y así no perderme nada de lo que él decía.
‑Tengo que insistir en que es una idea rara que encontrará
en ti infinita resistencia ‑dijo‑. Debo advertirte que no la aceptarás con
facilidad. Pero no por el hecho de que es rara debes rechazarla. Eres un
científico social. Por lo tanto, tu mente está siempre abierta a la investigación,
¿verdad?
Don Juan se estaba burlando de mí desvergonzadamente.
Yo lo sabía, pero no me molestaba. Quizá porque él caminaba tan rápido y yo
debía seguirle el paso haciendo tremendos esfuerzos, su sarcasmo se deslizaba
sobre mí, y en lugar de molestarme, me hacía reír. Mi atención total estaba
enfocada en lo que él decía, y los insectos, o bien dejaron de molestarme
porque había intentado una barrera a mi alrededor, o porque estaba tan ocupado
escuchando a don Juan, que ya no me molestaban sus zumbidos.
‑La idea rara ‑dijo lentamente, midiendo el efecto
de sus palabras‑ es que todo ser humano en esta Tierra parece tener las mismas
reacciones, los mismos pensamientos, los mismos sentimientos. Parecen
responder de la misma manera a los mismos estímulos. Esas reacciones parecen
estar en cierto modo nubladas por el lenguaje que hablan, pero si escarbamos
esa superficie son exactamente las mismas reacciones que asedian a cada ser
humano en la Tierra. Me gustaría que esto te causara curiosidad como científico
social, por supuesto, y que veas si puedes explicar esta homogeneidad.
Don Juan recolectó una serie de plantas. Algunas
apenas eran visibles. Parecían ser algas, musgos. Mantuve abierta su bolsa y
dejamos de hablar. Cuando tuvo suficientes plantas, se encaminó hacia su casa y
comenzó a caminar a toda velocidad. Dijo que quería limpiar y separar esas
plantas y ordenarlas antes de que se secaran demasiado.
Yo me encontraba absorto pensando en la tarea que él
me había delineado. Comencé por pensar si conocía algún artículo o trabajo sobre
el tema. Supuse que debía investigarlo, y decidí que comenzaría por leer todo
lo escrito sobre «carácter nacional». Me entusiasmé de manera fortuita con el
tema, y quería volver en seguida a mi casa y emprender la tarea con seriedad;
sin embargo, antes de llegar a su casa, don Juan se sentó en una saliente alta
que daba sobre el fondo del valle. No dijo nada por un rato. No le faltaba el
aire. Yo no comprendía por qué se había detenido a sentarse.
‑La tarea del día, para ti ‑dijo abruptamente, en
tono de presagio‑, es una de las tareas más misteriosas de la brujería, algo
que va más allá del lenguaje, más allá de las explicaciones. Hoy nos fuimos de
caminata, hablamos, porque el misterio de la brujería debe ser amortiguado
con lo mundano. Debe partir de la nada, y debe volver nuevamente a la nada. Ése
es el arte del guerrero-viajero: pasar por el ojo de una aguja sin
ser notado. Por tanto, prepárate acomodando tu espalda contra esta pared de
roca, lo más lejos posible del borde. Estaré cerca de ti, en caso de que te
desmayes o te caigas.
‑¿Qué está tramando, don Juan? ‑pregunté, y mi
alarma era tan patente que en seguida bajé la voz.
‑¿Quiero que cruces las piernas y entres en un estado
de silencio interno ‑dijo‑. Digamos
que quieres averiguar qué artículos podrías buscar para desacreditar o
comprobar lo que te he pedido que hagas en tu medio académico. Entra en el silencio interno, pero no te duermas. Éste no es un viaje al oscuro mar de la conciencia. Esto es ver desde el silencio interno.
Me era bastante difícil entrar en un estado de silencio interno sin quedarme dormido.
Luché contra el casi invencible deseo de dormir. Logré evitarlo, y me encontré
mirando el fondo del valle desde la impenetrable oscuridad que me rodeaba. Y
luego vi algo que me estremeció hasta los huesos. Vi una sombra gigantesca,
quizá de un ancho de cinco metros, saltando en el aire y luego aterrizando con
un golpe ahogado y silencioso. Sentí el golpe en mis huesos, pero no lo oí.
‑Son verdaderamente pesados ‑don Juan me dijo al
oído. Me estaba agarrando del brazo izquierdo, lo más fuerte que podía.
Vi algo, como una sombra de barro meneándose en el
suelo, y luego dio otro salto, quizá de unos quince metros, y volvió a
aterrizar con el mismo silencioso golpe. Estaba aterrorizado más allá de todo
lo que racionalmente pudiera usar como descripción. Mantuve mis ojos fijos en
la sombra saltando en el fondo del valle. Luego escuché un zumbido peculiar,
una mezcla entre el sonido de un batir de alas, y el sonido de una radio que no
ha sintonizado la frecuencia de una estación, y el golpe que siguió fue algo
inolvidable. Nos sacudió a don Juan y a mí hasta los huesos ‑una gigantesca sombra
de barro negra acababa de aterrizar a nuestros pies.
‑No te asustes ‑dijo don Juan en tono imperativo‑.
Mantén tu silencio interno y la sombra se irá.
Yo temblaba de pies a cabeza. Tenía la clara impresión
de que si no mantenía mi silencio interno
activo, la sombra de barro me envolvería como una frazada y me sofocaría.
Sin perder la oscuridad a mi alrededor, grité con toda mi fuerza. Nunca había
sentido tanto enojo, tanta frustración. La sombra de barro dio otro salto,
claramente hacia el valle. Continué gritando mientras sacudía mis piernas.
Quería deshacerme de lo que fuera que viniera a comerme. Mi estado nervioso era
tal, que perdí la noción del tiempo. Quizá me desmayé.
Cuando recuperé el sentido, estaba recostado en mi
cama en casa de don Juan. Tenía una toalla, empapada de agua helada, envuelta
sobre la frente. Ardía de fiebre. Una de las compañeras de don Juan me frotaba
la espalda, el pecho y la frente con alcohol, pero no sentía ningún alivio.
El calor que sentía provenía de mí mismo. La impotencia y la ira lo generaban.
Don Juan reía como si lo que me sucedía fuera lo más
gracioso en el mundo. Sus carcajadas resonaban una tras otra.
-Jamás se me hubiera ocurrido que tomarías el ver a
un volador tan a pecho ‑dijo.
Me tomó de la mano y me llevó a la parte posterior
de su casa, donde me sumergió en un enorme tanque de agua, completamente vestido,
con zapatos, reloj, y todo.
‑¡Mi reloj, mi reloj! ‑grité.
Don Juan se contorsionaba de risa.
‑No deberías usar reloj cuando vienes a verme ‑dijo‑.
¡Ahora lo chingaste por completo!
Me saqué el reloj y lo puse a un lado de la bañera.
Recordé que era a prueba de agua y que nada le hubiera sucedido. Estar
sumergido en el tanque me ayudó inmensamente.
Cuando don Juan me ayudó a salir del agua helada, yo
había recuperado cierto grado de control.
‑¡Esa visión es absurda! ‑no hacía yo otra cosa que
repetir, incapaz de decir nada más.
El predador que don Juan había descrito no era benévolo.
Era enormemente pesado, vulgar, indiferente. Sentí su despreocupación por
nosotros. Sin duda, nos había aplastado épocas atrás, volviéndonos, como don
Juan había dicho, débiles, vulnerables y dóciles. Me quité la ropa húmeda, me
cubrí con un poncho, me senté en la cama, y lloré desconsoladamente, pero no
por mí. Yo tenía mi ira, mi intento
inflexible, para no dejarme
comer. Lloré por mis semejantes, especialmente por mi padre. Nunca supe, hasta
ese momento, que lo quería tanto.
‑Nunca tuvo la opción ‑me escuché repetir una y otra
vez, como si las palabras no fueran realmente mías. Mi pobre padre, el ser más
generoso que conocía, tan tierno, tan gentil, tan indefenso.
Fragmento de "El lado activo del infinito" de Carlos Castaneda
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